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viernes, 26 de enero de 2018

(No vuelvas, Odiseo II) Era duro ser mujer en la Grecia Antigua

Lo prometido es deuda. La intención de esta entrada es soberbia, desde luego, porque pretendo dar una visión general en un espacio muy breve de una cuestión tan compleja como la situación social de la mujer en la Grecia Antigua. 
El estudio de la situación de la mujer en Grecia no resulta fácil porque las noticias que tenemos sobre ellas, casi siempre, proceden de textos escritos por hombres. Lógicamente éstos muestran la ideología propia de la época: la discriminación de la mujer.
 Aristóteles, el influyente filósofo, por poner un ejemplo significativo, consideraba a la mujer materia frente al hombre que forma parte del espíritu, excluyéndola, por tanto, del lógos (la lógica y la razón) y justificando su situación discriminada dentro de la sociedad. La mujer es un ser menor, dependiente, sin raciocinio suficiente para el conocimiento de lo útil, de lo justo, de lo razonable. Debe estar sometida a la autoridad de un varón.
Y así era. 
Tradicionalmente se ha dicho que en los orígenes de la civilización griega la mujer tuvo un papel fundamental. Y hay teorías que sostienen que en la antigüedad griega existieron matriarcados. Esas teorías se basan en mitos como los de las Amazonas y las Lemnias. 
Pero es preciso observar que en esos mitos el gobierno femenino se produce en sociedades compuestas por mujeres exclusivamente. Más que representar un posible matriarcado antiguo, estos mitos demuestran todo lo contrario: el gobierno de la mujer solo es posible en sociedades improbables.
Pero hay cosas que sabemos con certeza.
No podemos aplicar las consideraciones que siguen a toda Grecia por igual. Por la Literatura Griega conocemos que en Jonia, la Grecia rica más oriental de las costas de Asia y de sus islas próximas, hubo mujeres mucho más independientes y cultas, una de las cuales, la poeta Safo, fundamenta con sus versos el núcleo literario de esta obra.
En la mayoría de las ciudades estados de la Antigua Grecia, la mujer vivía una vida muy controlada por los varones de la familia y no solía jugar un papel activo en la sociedad. De hecho, ni siquiera recibía una formación que no fuera la puramente necesaria para atender a sus hijos y a las labores de su casa. En general, en cualquier ciudad estado, las mujeres tenían la condición de ciudadanas, pero carecían de derechos importantes. No podían heredar o ser propietarias, ni acudir a los tribunales de justicia; no podían ni tan siquiera comprar algo que costara más de un importe establecido. 
En Atenas, ámbito sociocultural del que nos han quedado más informaciones por sus textos, la función principal de la familia era la de engendrar nuevos ciudadanos. Pero la familia también ejercía la función de proteger a las mujeres. Tanto se esforzaron en ello que muchas mujeres vivían casi como prisioneras de su propia familia, enclaustradas en su hogar salvo en contadas ocasiones. Por ejemplo, podían participar en la mayor parte de los cultos y festividades religiosos, pero quedaban excluidas de otros actos públicos. 
 La función de la mujer ateniense como esposa estaba bien definida. Su principal obligación era parir y mantener a los niños, sobre todo varones, que preservarían el linaje familiar. La fórmula del matrimonio que los atenienses utilizaban no nos deja lugar a dudas: “Te entrego esta mujer para la procreación de hijos legítimos”.
Además de darle hijos al marido, una mujer debía cuidar de su familia y de su casa, ya fuera porque se encargara ella misma del trabajo doméstico o porque supervisara a los esclavos que hacían ese trabajo. 
En las familias pobres eran ellas las encargadas de todas las labores de la casa: amasar y hornear el pan, cocinar, hilar, tejer y elaborar los vestidos de todos, acarrear agua de la fuente, encargarse de la limpieza del hogar y, llegado el caso, colaborar en las tareas agrícolas o en el negocio familiar. 
Se esperaba que una mujer permaneciera en su casa, lejos de la vista de los demás, especialmente de los varones extraños, con la excepción de su presencia en los funerales o en los festivales, algunos de ellos exclusivamente femeninos en los que estaba prohibida la participación de los varones.
Por ello, aunque pueda parecernos lo contrario, las mujeres más pobres tenían una vida más agradable ya que podían salir de sus casas sin demasiados inconvenientes, acudir al mercado o a las fuentes públicas e incluso regentar algún negocio familiar.
 Las muchachas solían casarse a los catorce o quince años, así que se les enseñaban las responsabilidades de una buena esposa y ama de casa desde temprana edad. El esposo solía ser mayor. La tradición griega afirmaba que la mejor edad para que un hombre se casara era entre los treinta y los treinta y cinco años.
En esta novela, y siguiendo las fuentes literarias, conoceremos que Penélope se considera un “trofeo” ganado en buena lid por Odiseo, hábil auriga, en un juego de varones competitivos y orgullosos. No debe provocarnos extrañeza. Era frecuente entre la aristocracia adinerada y las capas sociales más influyentes celebrar torneos galantes en los que el trofeo era la muchacha casadera y su generosa dote. Homero y Heródoto, entre otros, nos dejan constancia suficiente de esa costumbre para encontrar esposo a muchachas de familias ricas e influyentes. Los pretendientes competían en habilidades deportivas y en capacidad oratoria pronunciando discursos durante el banquete. El elegido emparentaba con el noble que financiaba el espectáculo y se llevaba la dote y una esposa educada para cumplir sus funciones. A los perdedores, generalmente se les compensaba con premios importantes que hacían la derrota bastante más llevadera y mantenían intacta la costumbre.
En este contexto la mujer no deja de ser casi un instrumento de reproducción y de la conservación del linaje familiar que siempre procede del padre. El marido no necesariamente se ha unido a ella por amor, ni siquiera atraído por su aspecto físico. La unión puede deberse a un acuerdo de conveniencia, a la importancia de la dote, a un pacto de familia o a la necesidad de emparentar dos linajes para aumentar su influencia social. 
Sin embargo hay que hacer constar que, al no existir presiones económicas ni sociales entre los más pobres, los matrimonios apenas estaban concertados y eran más producto del amor en un sentido amplio. Ello no cambia la concepción de la mujer como ser inferior y sometido a la autoridad del varón. Es también cierto que la pobreza provocaba, a veces, que niñas de estas familias fueran abandonadas por sus padres ya que se consideraban auténticas cargas para la precaria economía familiar. Absolutamente indefensas, su destino nunca era halagüeño: caer en manos de algún proxeneta o acabar en el tenderete de un mercader de esclavos.
El hombre griego no practicaba la poligamia, pero en las familias ricas disponía de concubinas y de esclavas con las que satisfacer sus deseos sexuales. En general, los hombres podían actuar en sus relaciones con otras mujeres con total libertad, pero las mujeres tenían que comportarse según unas normas muy estrictas. Ante cualquier sospecha de escándalo, podían enfrentarse a un divorcio, como mal menor. En Grecia existía el divorcio, pero era más un derecho masculino que femenino. La autoridad del marido sobre la esposa era tal que además de repudiarla, solución más habitual, podía matarla sin consecuencias en caso de adulterio, siempre que éste estuviera probado.
Para divorciarse de su esposa, bastaba con que un hombre hiciera una declaración formal de divorcio ante testigos. Desde luego era mucho más difícil para una mujer poner fin a su matrimonio, ya que no podía ejercer acciones legales por sí misma. Debía presentarse ante un funcionario público y convencerlo para que actuara en su nombre. En el caso de que su petición prosperara, el esposo se quedaba con los hijos y la mujer debía irse a vivir con un pariente masculino. 
Mucho peor aún era la situación de las esclavas que realizaban los trabajos más duros y que no tenían ningún tipo de reconocimiento.
La misoginia occidental tiene sus raíces en una época bastante remota, pero es ya evidente en los documentos más antiguos de la literatura europea.
La Biblia Judeo-Cristiana tiene muy bien definido el pecado original de la humanidad. Yo, sin embargo, no he encontrado ese momento trascendente en la tradición griega. Se diluye. Hay muchas culpas originales dispersas. Pero es común en todas ellas la implicación negativa de la mujer, como inductora o como castigo. Hesíodo, un poeta de los siglos VIII-VII antes de nuestra era, nos cuenta el nacimiento de la primera mujer: Pandora. Según el mito, irritado Zeus con los hombres porque Prometeo les había entregado el fuego que había robado a los dioses, decidió enviarles una desgracia: la mujer. Pandora (regalo de todos) fue llamada así por recibir un regalo de todos los dioses: belleza, encanto, gracia, habilidad en los trabajos domésticos, pero también la dotaron de alma de carne, de un carácter engañoso y de blandas palabras capaces de envolver grandes mentiras. 
Al llegar Pandora todo cambió, los hombres eran felices, pero, tras la aparición de la mujer, “mil diversas amarguras deambulan entre los hombres; repletos de males están la tierra y el mar”. Desde entonces, en la tradición griega, las mujeres son peligrosas y no tienen sentido de la medida; ni siquiera las mejor educadas.

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