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miércoles, 14 de mayo de 2014

Europa, un dilema moral (III)

          La peor señal que se detecta es la sensación colectiva de que estamos abocados a aceptar la realidad actual, porque no tenemos capacidad de modificarla; quizás, -nos decimos-, podremos aminorar los daños, prolongar la agonía, dulcificar en parte las consecuencias. Esa sensación de imposibilidad inutiliza a las sociedades; son el perfecto caldo de cultivo para la pervivencia del sistema actual, aparentemente democrático, que permite el monopolio de los beneficios a la oligarquía económica que ha colonizado o corrompido los instrumentos clásicos del poder.
            La época de desesperanza colectiva suele coincidir con la descomposición de los instrumentos que sirven para aunar el impulso social, pongamos por caso, los partidos tradicionales a los que la gente ha encomendado la gestión de la vida pública. Con el material de derribo florecen otros, caracterizados por la exclusión, por la búsqueda de enemigos a quienes culpar del deterioro que ha experimentado nuestra vida, por el discurso agresivo, la prédica de la violencia como instrumento para garantizar la propia supervivencia ante el invasor o el enemigo.
            Y en el plano individual, el derrotismo, la tentación de la inacción a la que conduce la desesperanza de que cualquier iniciativa tenga alguna utilidad. Entre esos que nada esperan ya, se encuentran quienes aguardan,- digo aguardan muy conscientemente,- a que el sistema actual se descomponga definitivamente algún día, porque solo de su destrucción cabe alimentar alguna esperanza de futuro.  El arma definitiva,- dicen-, será la abstención. Porque una abstención elevada dejará a cualquier gobierno sin legitimidad. Abogan por ella, a veces,- las menos-, con una brillante exposición intelectual, pero casi siempre con discursos excluyentes y descalificatorios que podríamos incluir en las prácticas de cualquier  integrismo conocido. Solo mi verdad es la verdad, y el resto de vosotros sois descerebrados, intelectualmente dependientes.
            No es sino una señal de los tiempos, el fruto lógico de la situación social, política e intelectual empobrecidas. Nada es casual ni azaroso en las actitudes extremas de la humanidad; son la respuesta a situaciones extremas de indefensión y de desesperanza. Esta lo es.
            Este debate sobre la destrucción o la reparación de las estructuras políticas y sociales no es de hoy, ni de ayer en las redes sociales; está en el origen mismo de los movimientos obreros del XIX. Produjo enemigos irreconciliables, y el paso del tiempo no ha mitigado el odio, más evidente por parte de quienes no han alcanzado nunca la cuota de poder suficiente para poner en práctica su proyecto. Tampoco lo ha mitigado la experiencia histórica, ni la guerra civil española con su revolución pendiente mientras el enemigo era cada día más dominante; ni la Segunda Guerra Mundial, ni la caída de los Regímenes Comunistas en los países del Este de Europa; ni la globalización, un enemigo nuevo y poderoso; ni el empobrecimiento de la Europa comunitaria. Pero este debate ya está en “Germinal”, una novela del XIX francés, muestra inequívoca del mejor realismo europeo. El mismo debate, con las mismas palabras; como si el tiempo y las ideas se hubieran quedado congelados.
            Esperemos  a que el sistema caiga. No importan cuántas víctimas resulten necesarias, nos predican los profetas de la Utopía que un día se hará carne y habitará entre nosotros. Sólo que ese día no llegará jamás. La búsqueda del imprfecto equilibrio social y económico es una batalla cotidiana. A veces avanzamos, a veces recibimos derrotas ominosas. Es la propia vida. No podemos sentarnos a esperar a que el sistema se derrumbe por causa de sus contradicciones. Desde que tenemos memoria histórica, cualquier conquista social y política, ha sido consecuencia de la actuación y el compromiso. Jamás la abstención, en sus mil formas, logró una victoria que adorne su currículum. Ahora, tampoco.
            Por supuesto, respeto la abstención como respuesta política legítima, pero no acepto que se me justifique como un instrumento de transformación.
            Recientemente se hizo pública la EPA, encuesta de población activa, del último periodo; el gobierno de Rajoy se empeña en resaltar aspectos aparentemente positivos que derivan más de los propios datos de población que de las mejoras que vocean; pero pasan por alto un dato aterrador; de los seis millones de desempleados que atesora el país, cuatro millones no perciben ya ayuda alguna por parte del Estado. Son el desecho humano de la mal llamada crisis. Y son consecuencia, no de la herencia recibida, sino de las políticas aplicadas por el Partido Popular. Sé que mi abstención sería manipulada como un voto de aprobación a las medidas de Rajoy, si su partido gana las elecciones europeas. Y no voy a permitir que mi silencio santifique un crimen de Estado, entre otros muchos.
            Del material de derribo de las viejas estructuras de poder surgen, también, impulsos nuevos; iniciativas políticas que pretenden encontrar respuestas necesarias; siempre han surgido, especialmente en las peores circunstancias. Y si nos hemos desgañitado solicitando nuevas formas, hora es de indagar en alguna de esas propuestas.
            Pongamos que me inclinara a votar por una idea con la que no pueda sentirme en desacuerdo.
            Por ejemplo:
Realizar una auditoría sobre la deuda pública. Renegociar su devolución y suspender los pagos hasta que se haya recuperado la economía y vuelva el crecimiento y el empleo.
            La prensa alemana tilda esta propuesta de demagógica. Echemos la vista atrás algunos años.  Al terminar la Segunda Guerra Mundial Alemania era una ruina de proporciones bíblicas. Cargaba sobre su conciencia con la culpa de haber ocasionado en un cuarto de siglo cien millones de muertos por sus veleidades imperialistas; tenía entre sus méritos históricos el haber provocado, en dos ocasiones, la ruina de infinidad de naciones de la tierra y, especialmente, la suya propia. 
            Aquello sí que fue vivir por encima de sus posibilidades, y por encima de las posibilidades del resto del mundo.
            Entre el 28 de febrero y el 8 de agosto de 1952, -fueron muchos meses y muchas sesiones de trabajo para lograr acuerdos- se reunieron en Londres los acreedores mundiales de Alemania. Estaban las naciones vencedoras del bloque occidental y democrático, EE.UU, Francia, el Reino Unido, pero, además, otros veinte países, bancos de proyección internacional y una legión de acreedores privados.
            Como consecuencia  de aquellas negociaciones se firmó el acuerdo de Londres de 1953 que liberaba a Alemania de una buena parte de los intereses acumulados, se le condonaba la mitad de la deuda, se le ampliaba la moratoria para su devolución en veinte años y se le concedían cinco años de carencia de devolución de capital, - sólo debía abonar intereses- para permitirle recuperar su industria. 
            Para que no se viera drásticamente afectada en sus políticas de empleo y de atención a las necesidades de su población - entonces el modelo comunista de la URRS era un referente muy cercano para los obreros empobrecidos de muchas naciones europeas- se vinculó el pago de la deuda al superávit comercial. Para entendernos, cuando las exportaciones alemanas generaran beneficio al país, sería ese beneficio el que haría frente a la deuda nacional.
            Alemania le debe eso al resto del mundo.  Sin embargo, esa propuesta en el programa político de uno de los candidatos europeos actualmente le parece a su oligarquía y a la voz que le prestan sus influyentes cabeceras escritas pura demagogia.
         Votaré por esta idea; si varios millones de europeos la apoyaran, os aseguro que Europa cambiaría en un breve periodo de tiempo. No dejaré huérfana de apoyo a  una idea razonable. No dejaré que el fulgor que me produce la ración de cólera diaria apague el fulgor de la razón. Las ideas razonables son el motor que ha transformado el mundo. Solo necesitan la fuerza colectiva. Yo aun creo en que, juntos, podemos. Despreciar las ideas y sentarnos a la puerta esperando ver pasar el cadáver del enemigo es una forma de complicidad con el propio enemigo. Nunca tendremos el sistema perfecto; es una esperanza ilusoria pero tenemos la obligación de corregir, de defender, de mejorar el que tenemos.

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