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viernes, 9 de marzo de 2018

MUJERES

        Desconfío por sistemas de las fechas señaladas. Suelen responder más a expectativas que se crean que a los resultados posteriores. Pero es posible que ayer las mujeres y los hombres que  las acompañaron en sus manifestaciones estuvieran haciendo historia. Porque el progreso humano, en el ámbito de los derechos, no ha sido nunca consecuencia de un proceso natural. Ha costado mucho esfuerzo y, casi siempre, sangre. Y su inicio lo marca la toma de conciencia de las desigualdades injustas de un determinado grupo humano en un momento dado. Esa toma de conciencia colectiva, que se consolida de forma progresiva, encuentra siempre el momento preciso para convertirse en un motor poderoso e impulsar a  ese grupo humano afectado para conseguir – o recuperar - su soberanía y su derecho a diseñar la sociedad en la que viven con normas que se ajusten más a sus expectativas y a su concepto de lo que resulta justo.
Comparto con una buena parte del vejo humanismo europeo la visión del futuro como un tiempo poblado de amenazas que aún no dan la cara plenamente. Pero suelo caminar entre esas amenazas armado con una especie de optimismo histórico que me defiende de la desesperación y la impaciencia, esos dos males tan frecuentes en nuestro mundo occidental que ha perdido ya la memoria del hambre verdadera, la pobreza verdadera y la verdadera ausencia de derechos que nos azotó no hace todavía tanto tiempo.
          Ese optimismo histórico tiene unos fundamentos bien sólidos. A lo largo de la historia humana, quienes reclamaban soberanía y reconocimiento de derechos acabaron triunfando. De otro modo, el soporte del capitalismo actual aun seguiría siendo la esclavitud, por recurrir a un caso extremo. 
       El recorrido es siempre largo y tortuoso; suele estar plagado de batallas perdidas, pero siempre triunfaron quienes demandaban ampliación de derechos propios sobre los privilegios ajenos. La victoria nunca resultó definitiva, desde luego, pero hemos avanzado.  La historia está llena de indignados que lograron, en parte al menos, sus objetivos.
         Amparado en ese optimismo, espero estar asistiendo a momentos históricos en los últimos días; primero, los jubilados, reclamando al estado que cumpla sus funciones primordiales de redistribución y protección de los más necesitados; ayer, las mujeres que levantaban la voz contra las desigualdades inaceptables por cuestión tan insignificante como el sexo con el que uno nace, y espero que el precariado que generó la reforma laboral del Partido Popular, los parados de larga duración y los jóvenes casi sin esperanza de un futuro laboral digno asuman su parte en esta coral de la indignación justísima que llena las calles del país. Los citados colectivos conforman el ochenta por ciento de la población con derecho a voto. Y tienen motivos sobrados para hacer valer la fuerza de esos votos. 
     Otro país es posible sin necesidad de grandes transformaciones. Bastaría con el cumplimiento decente de la ley. 
          Ahora bien, la lucha por la equiparación de las mujeres en todos los aspectos que nos parecen necesarios no es solo cuestión de leyes. Muchas desigualdades se han horneado en la intimidad, producto de una educación secular, en el seno de las propias familias. Los avances hacia la igualdad definitiva están siendo un proceso educativo laborioso y largo. Y la mayor parte de ese proceso debe producirse en el seno de la familia o no será jamás definitivo. Si la educación para la igualdad verdadera no se asume en ese ámbito, será una apariencia, una actitud hipócrita, o un discurso oportunista para atraer votos en tiempos de elecciones.

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