Vistas de página en total

jueves, 22 de marzo de 2018

Sobredosis


Yo desayuno con la prensa escrita cada día. Y en los últimos años, además de mantequilla, tengo la sensación de untar en la tostada enormes porciones de miseria moral que caen como polución ambiental, espesa y maloliente, sobre el pan del desayuno desde los titulares de la prensa.
No es culpa de la prensa, sino del mundo actual que genera las noticias. He sopesado renunciar a la costumbre, pero nunca me decido. Quizás uno de los objetivos secretos de quienes gobiernan nuestras vidas es que, asqueados del mundo y cansados de la manipulación y de las noticias tendenciosas o sencillamente falsas, renunciemos a saber lo que sucede alrededor. Es bien sabido que la conciencia crítica disminuye en situación de aislamiente o cuando uno  se da por derrotado que viene a ser lo mismo.
Entre 1955 y 1975 tuvo lugar una de las guerras más duraderas que haya librado Estados Unidos en su breve y belicosa historia, la Guerra de Vietnam. Un simple vistazo a los archivos históricos nos confirmará que Estados Unidos reconoce haber experimentado 58.159 bajas y aproximadamente 1.700 desaparecidos en esa confrontación. No son muchos si tenemos en cuenta que aquello se extendió durante veinte años y que los medios de los que la industria armamentística proveyó a los contendientes eran extremadamente destructivos.
  En un solo año, el pasado y primero de la era Trump, la sobredosis de opiáceos ha provocado, según se lee en la prensa, casi 64.000 víctimas en ese país, algunos miles más que veinte años de guerra feroz en las selvas de Indochina.
        La mayor parte de los drogodependientes existentes actualmente en Estados Unidos han sido conducidos a ese callejón de difícil salida por las industrias farmacéuticas en los últimos quince años con la colaboración del sistema sanitario. La venta de oxicodona y vicodina, pastillas que popularizó la serie Housse, opiáceos fuertemente adictivos y consumidos casi como paracetamol por la población americana, se convirtió en el negocio del siglo para dichas industrias. Generaban drogadictos fieles a la marca con la connivencia del sistema sanitario, mientras los políticos, poco dados a regular la actividad económica de sus donantes para no perder sus beneficios, miraban en otra dirección.
El titular que contaminó mi desayuno, entre otros muchos de difícil digestión, es la propuesta de la culebra que Zeus ha enviado a las ranas americanas para que gobierne el lodazal. Trump propone la pena de muerte para los narcotraficantes, pena de muerte para los proveedores de la legión de drogadictos que han generado una industria farmacéutica sin escrúpulos, un sistema de salud en manos de compañías privadas que buscan casi siempre el beneficio ignorando compromisos deontológicos y la propia incomparecencia del Estado en asunto tan principal como debiera ser velar por la salud de sus conciudadanos.
Pero Trump enfoca su rifle justiciero en dirección al proveedor. La solución estriba en disparar al proveedor, mientras escapa ileso quien generó las condiciones para que una población indefensa y engañada sobre la adicción a la que la estaban sometiendo haya de recurrir a gente sin conciencia, la delincuencia organizada que aprovecha la situación para buscar también  su parte del pastel a costa de esa sociedad quebrantada y enferma que tiene al enemigo gobernando sus vidas.
Para eso lo eligieron.

martes, 13 de marzo de 2018

No os quejéis de la lluvia



No hará dos meses saltaban nuestras alarmas desajustadas y con escasa memoria. El norte húmedo y lluvioso, donde nunca falta el agua, se moría de sed; en algún caso era incapaz de abastecer a sus ciudades.
Pero ahora, tras una infrecuente secuencia de borrascas sobre la península Ibérica, no es extraño escuchar quejas sobre tanta lluvia.
Aunque individualmente cada conciencia es inclasificable, en conjunto somos una especie ciclotímica. Cambiamos de opinión muy fácilmente según las circunstancias, y atendiendo al presente por encima de cualquier otra consideración. Hoy por hoy el presente nos agrede, y en consecuencia el futuro que podemos intuir no es halagüeño, sino agresor y duro: el cambio climático es, de todas las amenazas potenciales, la más universal y cierta.
 Pero no son menores las demás: enajenación de los poderes democráticos que han sido usurpados por organizaciones incontrolables bajo el oscuro manto de lo que llamamos el mercado, empobrecimiento de las funciones del Estado que algunos desean minimizar a las de una policía obediente y una justicia controlada, corrupción y cleptocracia en cualquier lugar al que dirijamos la mirada y un empobrecimiento del pensamiento crítico que favorece la manipulación y el control sin resistencia de las masas temerosas, confusas y desarmadas ya de ideas, de cohesión y de valores colectivos. A ello se suma últimamente el retorno de los viejos demonios de la Guerra Fría, dado que las emanaciones tóxicas del pozo ciego donde acumulamos la injusticia con que administramos el mundo, han contaminado los sistemas democráticos y los pueblos confían el poder a oportunistas, descuideros y analfabetos, en el más exacto sentido del término, que engrasan sus arsenales nucleares y presumen de que el mundo es su cortijo.
Todas estas amenazas carecerán de importancia en un futuro próximo, si no solucionamos la primera. Sencillamente, porque careceremos de futuro. Oigo quejarse a algunos porque ya ha llovido demasiado y me invade una mezcla de desesperación y de disgusto.
Hay previsiones fiables que anuncian que, si no tomamos medidas urgentes, el desierto africano habrá llegado, por Levante, hasta el delta del Ebro en cincuenta años. Y esas previsiones se van cumpliendo de forma acelerada. Los agricultores murcianos buscan ya asentamiento en otros lugares de España o abandonan su oficio.
He oído en varias ocasiones al eminente físico Stephen Hawking afirmar que debemos prepararnos para abandonar este planeta en el plazo máximo de un siglo porque será incapaz de garantizar la subsistencia de la especie. Y lo peor de ese aserto es que este hombre, sin duda sabio, no utiliza de forma inmediata una oración condicional tipo “si no cambiamos nuestra forma de vida y nuestra relación con el planeta…”.
 Siempre aguardo, inútilmente, que Hawking enuncie esa condición porque eso nos daría alguna oportunidad. Pero miro a mis nietos, y confío en que este sabio ande errado en esa previsión.
No os quejéis de la lluvia.
El agua es un bien escaso y maltratado. Temo que un día la privaticen parlamentos serviles, sometidos a los intereses de los amos del mundo.
La lluvia es democrática y es un magnífico regalo del planeta.


viernes, 9 de marzo de 2018

MUJERES

        Desconfío por sistemas de las fechas señaladas. Suelen responder más a expectativas que se crean que a los resultados posteriores. Pero es posible que ayer las mujeres y los hombres que  las acompañaron en sus manifestaciones estuvieran haciendo historia. Porque el progreso humano, en el ámbito de los derechos, no ha sido nunca consecuencia de un proceso natural. Ha costado mucho esfuerzo y, casi siempre, sangre. Y su inicio lo marca la toma de conciencia de las desigualdades injustas de un determinado grupo humano en un momento dado. Esa toma de conciencia colectiva, que se consolida de forma progresiva, encuentra siempre el momento preciso para convertirse en un motor poderoso e impulsar a  ese grupo humano afectado para conseguir – o recuperar - su soberanía y su derecho a diseñar la sociedad en la que viven con normas que se ajusten más a sus expectativas y a su concepto de lo que resulta justo.
Comparto con una buena parte del vejo humanismo europeo la visión del futuro como un tiempo poblado de amenazas que aún no dan la cara plenamente. Pero suelo caminar entre esas amenazas armado con una especie de optimismo histórico que me defiende de la desesperación y la impaciencia, esos dos males tan frecuentes en nuestro mundo occidental que ha perdido ya la memoria del hambre verdadera, la pobreza verdadera y la verdadera ausencia de derechos que nos azotó no hace todavía tanto tiempo.
          Ese optimismo histórico tiene unos fundamentos bien sólidos. A lo largo de la historia humana, quienes reclamaban soberanía y reconocimiento de derechos acabaron triunfando. De otro modo, el soporte del capitalismo actual aun seguiría siendo la esclavitud, por recurrir a un caso extremo. 
       El recorrido es siempre largo y tortuoso; suele estar plagado de batallas perdidas, pero siempre triunfaron quienes demandaban ampliación de derechos propios sobre los privilegios ajenos. La victoria nunca resultó definitiva, desde luego, pero hemos avanzado.  La historia está llena de indignados que lograron, en parte al menos, sus objetivos.
         Amparado en ese optimismo, espero estar asistiendo a momentos históricos en los últimos días; primero, los jubilados, reclamando al estado que cumpla sus funciones primordiales de redistribución y protección de los más necesitados; ayer, las mujeres que levantaban la voz contra las desigualdades inaceptables por cuestión tan insignificante como el sexo con el que uno nace, y espero que el precariado que generó la reforma laboral del Partido Popular, los parados de larga duración y los jóvenes casi sin esperanza de un futuro laboral digno asuman su parte en esta coral de la indignación justísima que llena las calles del país. Los citados colectivos conforman el ochenta por ciento de la población con derecho a voto. Y tienen motivos sobrados para hacer valer la fuerza de esos votos. 
     Otro país es posible sin necesidad de grandes transformaciones. Bastaría con el cumplimiento decente de la ley. 
          Ahora bien, la lucha por la equiparación de las mujeres en todos los aspectos que nos parecen necesarios no es solo cuestión de leyes. Muchas desigualdades se han horneado en la intimidad, producto de una educación secular, en el seno de las propias familias. Los avances hacia la igualdad definitiva están siendo un proceso educativo laborioso y largo. Y la mayor parte de ese proceso debe producirse en el seno de la familia o no será jamás definitivo. Si la educación para la igualdad verdadera no se asume en ese ámbito, será una apariencia, una actitud hipócrita, o un discurso oportunista para atraer votos en tiempos de elecciones.

jueves, 1 de marzo de 2018

¡PUTOS VIEJOS!


          ¡Con la que está cayendo y se echan a la calle! Mañana estarán todos atestando las urgencias del país.
He oído decir eso mismo esta mañana.
Y en algún programa matinal de las televisiones he oído a alguno de los voceros profesionales del sistema, los que asumen la encomienda indigna de justificar nuestro presente o desviar las atenciones de la gente hacia el prófugo Puigdemont y sus secuaces, que, siendo razonables sus reclamaciones, los pensionistas olvidan que en breve cada dos trabajadores deberán mantener a un pensionista. Y que algunas pensiones duplican los ingresos de cualquier mileurista afortunado, de los pocos que aún queden
Hace tiempo que nos engañan de forma mancomunada y programada. El objetivo es minimizar las funciones del Estado. Solo una vez lo proclamó Rajoy en las generales de 2011: “Menos Estado, para salir de la crisis”. Luego, debieron recomendarle prudencia en sus palabras, aunque en la práctica ha estado llevando a buen término su proclama.
Hoy oímos con frecuencia que en política son una cosa las buenas intenciones y otra distinta las posibilidades de llevarlas a la práctica.
“No hay dinero”, nos dicen.
Me temo que los pensionistas, como yo mismo, no los creen.
Y pudiera parecer a simple vista que estos putos viejos que ahora se levantan a pesar de las inclemencias del temporal beneficioso que hemos llamado Emma para calmar a las mujeres levantiscas son insolidarios e inoportunos.
Yo creo que son muy solidarios, además de oportunos.
No se rebelan contra el miserable 0,25% con que el sistema cumple su miserable compromiso de subir las pensiones cada año, una mentira más que se disfraza de verdad aparente en tiempos de manipulación desvergonzada. Los putos viejos reclaman la vigencia del sistema, porque Fátima Báñez acaba de deslizar un aviso envenenado; ahora que la situación económica mejora, conviene recordar a los españoles la conveniencia de ahorrar para el futuro contratando un plan de pensiones.
Si ese es el horizonte hacia el que nos encaminamos, en apenas una generación las cuatro quintas partes de los viejos españoles no tendrán nada que envidiar a los viejos de Bangla Desh, que ocupan los últimos años de su vida consciente escarbando basureros.
Contra eso se rebelan los putos viejos. Quieren que sus hijos y sus nietos también tengan pensiones. Porque los putos viejos siempre tuvieron la esperanza de que el mundo que estaban levantando con su trabajo, con su sacrificio cuando fue necesario y con sus impuestos ofreciera a sus hijos y a sus nietos una vida mejor que la que ellos pudieron permitirse. Pero muchos de esos putos viejos conviven hoy con la experiencia insoportable y dolorosa de que sus hijos en la flor de la vida y en plenitud de fuerzas, con cargas familiares, solo atisban un futuro amenazante y una precaria vida laboral en el mejor de los casos.
Esa experiencia remueve la conciencia. Y los viejos que salen a la calle en medio del viento huracanado y de la lluvia racheada no reclaman que les suban las pensiones cinco euros en lugar de uno. Por esa nimiedad ningún viejo en sus cabales afrontaría los rigores de la borrasca Emma. Andan reclamando la vigencia del sistema y el futuro de sus hijos.
Esa corriente de indignación dolorida y justísima resulta tentadora para cualquier oportunista de la política y oiremos propuestas cínicas desde todos los rincones. Todas esas propuestas son un canto de sirena, un anzuelo cebado, una mentira más de las muchas con las que intentan desviar nuestra atención.
El Estado que reclamamos, el que conformamos todos con la ineludible obligación de cuidar unos de otros, según el credo de la vieja izquierda humanista en la que tomó forma mi conciencia social, no es inviable. Tampoco resulta insostenible. Echad cuentas: entre noventa mil y ciento treinta mil millones de euros escapan cada año de las arcas del estado por la evasión de impuestos. Son cifras constatadas un año sí y otro también por los Técnicos de Hacienda que denuncian, por un lado, las trabas legales para perseguirlo y, por otro, la ausencia de efectivos humanos para acabar con esta lacra o minimizar sus destructivas consecuencias.
¿Rebajas fiscales a las pensiones más bajas, señor Montoro? ¿Qué cuento es ese…? ¡Están exentas casi todas ellas!
¿Impuesto extraordinario a la Banca para subir un 1,25% en lugar del 0,25% del gobierno, Señor Sánchez?
Mejor sería sentido de Estado y vocación política para solucionar buena parte de nuestros males con una política fiscal justa, que persiga y obligue a hacer frente  a sus obligaciones fiscales a la infinidad de evasores que ponen en peligro nuestro futuro cada día.
Y no hablo sólo de los grandes evasores. No son los únicos culpables, aunque sí los más eficaces y mezquinos. Hablo también de todos aquellos que despotrican de los putos viejos en las cafeterías mientras aceptan un recibo sin IVA en el taller de reparaciones de automóviles o por parte del fontanero que desatascó su fregadero.