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jueves, 8 de febrero de 2018

MIR docente



        Había al comenzar la legislatura algo parecido a un acuerdo entre los partidos de la oposición para lograr la retirada de la LOMCE redactada por Wert y sus equipos y aprobada por el Parlamento Nacional con los solos votos del Partido Popular. Todos los demás partidos votaron en contra con la excepción de Unión del Pueblo Navarro, una de las marcas asociadas de los Populares, que se abstuvo.
    Aquel aparente acuerdo de la mayoría del Arco Parlamentario hacía presagiar cierta premura por establecer un pacto de Estado sobre la Educación y afrontar de forma responsable y honesta un asunto urgente y decisivo para nuestro futuro. 
       Hoy, más de un año y medio después de aquellas elecciones, la LOMCE sigue en vigor. Y la única propuesta que ha trascendido hasta ahora se refiere a un nebuloso plan de formación del profesorado. 
       En mi opinión, esa propuesta del MIR docente es perezosa. Es,  además, mal intencionada; dice a voces que el problema educativo en España está relacionado con la escasa preparación del profesorado. Solo se me ocurren exabruptos para responder a tamaña descalificación colectiva, aunque no podría renegar de cualquier mejora en la formación del profesorado. La mayor parte del profesorado con quien he compartido mi vida laboral siempre ha estado dispuesto a mejorar. 
      Aparte de la precarización laboral que se deriva de esa propuesta de dotar al sistema educativo de  becarios permanentes, se soslaya el asunto primordial de cualquier pacto de Estado sobre la Educación, que debería empezar por dar respuesta a una pregunta que nadie hace porque resulta escasamente conveniente. 
      Antes de hablar de la formación del profesorado, deberíamos responder a esa pregunta: ¿qué clase de ciudadano queremos que herede y gestione la España del futuro? 
     Una vez respondida esa pregunta, quizá podríamos ponernos de acuerdo en qué deberíamos enseñarle que le resultara útil y enriquecedor y  le facilitara el futuro. 
    Hasta ahora los docentes hemos soportado descalificaciones muy duras, de muy diversa procedencia, porque no nos hemos preocupado en demasía de formar trabajadores adecuados a las necesidades del sistema productivo. Eso no es nuevo. Arrastramos esa exigencia desde la LOGSE. 
       Pero es que tampoco hemos resuelto la duda primordial; estriba en si la educación ha de formar trabajadores para la empresa o individuos que sepan gestionar de forma responsable sus vidas, las relaciones con su pasado, con los otros individuos con los que comparten el presente y con el medio en el que viven. 
       Y por otro lado está el asunto de los contenidos, incluyendo el rico legado cultural de nuestra historia, el que nos ha construido tal como somos en el sur de Europa.
         El denostado sur de Europa tiene una cultura milenaria, muy anterior al cristianismo que arraigó y se expandió sobre las estructuras del Imperio Romano.
        Esa cultura fue posible porque tuvo un alfabeto; se las ingenió para poder legar cada descubrimiento a las generaciones posteriores. 
     Y esa cultura fue tomando forma en la progresiva organización social; en los avances de la ciudad, sus leyes y sus sistema de impartir justicia; en el avance de las comunicaciones; en la creación de tradición y de cultura; en la organización militar y en los procedimientos de conquista y de colonización; en la organización de la subsistencia mediante la explotación de los recursos; en el afán por dotar a la vida de comodidades y en la administración del ocio y los placeres, incluido el goce de las creaciones artísticas; en la justificación moral de todo ello mediante el pensamiento organizado, la Filosofía; en el esfuerzo sistemático por comprender las reglas que marcan el devenir de los acontecimientos humanos, para lo cual creó la Historia; en el afán por conocer y comprender los fenómenos naturales, dando lugar al nacimiento de las Ciencias. 
      Todos esos aspectos nos hablan de una civilización única en toda la extensión del continente. 
        Y sus herederos nos caracterizamos, mientras no se nos obliga a lo contrario, por una mentalidad abierta y casi siempre esperanzada. Es lo que deriva de que las bases de nuestra cultura no sean únicas, sino la amalgama de muchas experiencias, el fruto de muchos mestizajes, el resultado del injerto de múltiples esquejes en el árbol milenario de una historia rica, plural, e inclusiva casi siempre. 
       Todo ello nos ha conducido hasta el presente. Pero de una forma poco sutil hoy nos dicen que la puesta en valor de todo este proceso mediante la reflexión sobre él en el ámbito educativo resta competitividad a nuestros jóvenes y los condena a la precariedad y la pobreza. 
       En mi opinión descreída, ningún cambio legal corregirá el problema principal al que se enfrenta la Enseñanza, el poco valor que la sociedad otorga al conocimiento por si mismo. 
       Pero ese no es un problema del sistema educativo, es un problema social muy arraigado. Es una muestra más, y no la más importante, del deterioro de la autoestima y de la conciencia humana donde la tradición nos fue dejando valores útiles y beneficiosos; de la incomunicación, aunque parezca paradójico, a la que nos ha arrastrado la interconexión abrumadora de la que hoy gozamos; del narcisismo alienante en que la humanidad ha naufragado; del vacío amenazador que se nos abre ante los ojos cuando intentamos imaginarnos el futuro desde la única perspectiva que sabemos utilizar, el individualismo más  indefenso y lastimoso.
    No ha fracasado el sistema educativo solamente. Falla la sociedad que nos acoge, la que nos han estado fabricando y que nosotros hemos ido aceptando sin apenas ofrecerle resistencia.





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