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martes, 26 de septiembre de 2017

ESTELADAS AL VIENTO

El jueves, 20 de septiembre de 2012, escribía lo que sigue:

    "La crisis da frutos esperados. Prolifera el nacionalismo de tinte populista, oportunista también. En casi todos los rincones.
   España no es diferente. De pronto, los sentimientos nacionalistas toman la calle. La independencia se convierte en el paraíso perdido y deseado, la solución de todos los problemas.
    La explicación es fácil. En medio de esta crisis no se vislumbra ni un pequeño rescoldo de esperanza. Un agujero negro de políticas contrarias a la experiencia y al sentido común nos devora el futuro. No hay plazo en el tiempo que nos señale el fin del sufrimiento.
     En medio de ese caos alguien atrapa una bandera. “Seguidme, -dice- saldremos mejor solos”. Es lo que ha hecho siempre quien cree que su situación económica es peor compartida con los parientes pobres.
       Y ahora, regando la semilla adormecida, el nacionalismo se yergue como último recurso. Para intentarlo, al menos. Una esperanza en tiempos de ausencia de esperanzas. Pero cada nacionalismo se afirma cavando una trinchera, clavando una bandera sobre la tierra removida que es , a la vez, frontera y adevertencia.  Y en las trincheras solo prospera el árbol del rencor. Es mala tierra.
     No necesitamos trincheras. Este debía ser tiempo de puentes, de autopistas, y de manos tendidas.
    Pero es, también, tiempo de oportunistas. Aunque ofrezcan como refugio el inestable fondo de un esquife zarandeado por olas gigantescas
         Malos tiempos. 
      Artur Más convocará elecciones anticipadas en Cataluña. Detrás de la trinchera espera conseguir un triunfo apoteósico. Después, se encontrará en un laberinto desconocido, el de la identidad, de salidas inciertas y arriesgadas. Artur Mas se ha adentrado en los dominios del Minotauro sin el hilo de Ariadna. No sabrá gestionar de forma razonable la frustración que ahora alimenta. Nadie sabe sacarle utilidad a los frutos amargos del árbol del rencor. 
       Malos tiempos.
      ¡Puta crisis
     Casi desde que tuve uso de razón, desarrollé un temor atávico a cualquier bandera. Siempre me parecieron una amenaza desplegándose al viento. Hoy ya he desarrollado el convencimiento de que es mejor quemarlas, sin excepción alguna”. 
      
    Aquella entrada llevaba por título Senyeras al viento. Hoy me veo obligado a cambiarlo, porque las senyeras no son lo que eran; son ya casi objetos para los museos etnográficos.
    Pero el laberinto que citaba se ha extendido ahora fuera de las  fronteras catalanas; todo el país se ha convertido en laberinto y está  lleno de Minotauros encrespados, poco dispuestos a aceptar que en cuestión de sentimientos, no hay una verdad incuestionable. Si la hubiera, no habría disputas. Y la democracia, palabra que tantas bocas bendicen y tantas actitudes desdeñan, sería un sistema político superfluo.
     La defensa de la propia verdad como la única conduce al integrismo. Da igual cuál sea el debate. El integrismo considera al otro, al que se opone a sus creencias o al que no las comparte, un enemigo irreconciliable. Y el integrismo hace imposible la convivencia democrática. El auténtico error que atenta contra la democracia no consiste en tener puntos de vista diferentes y defenderlos por los procedimientos legalmente establecidos. El error estriba en sacralizar la verdad propia hasta que se vacíe la democracia de su principal función, permitir que convivan en equilibrio puntos de vista diferentes.
      No es el caso y las condiciones son propicias para que España se enfrasque en su afición más conocida, demoler. Mientras más se alargue la disputa, más difícil será afrontar las consecuencias del odio que genera.
   Porque el odio ya es visible, asoma su rostro terrible y destructivo. Lo alimentan la manipulación desenfrenada, el lenguaje desmesurado, las afirmaciones temerarias, los intereses espurios.
      Junto al odio, hay también cansancio.
   Buena parte de la sociedad tiene otras urgencias; la cuestión de la identidad catalana le parece secundaria en un país lastrado por las consecuencias de la crisis en el que el crecimiento económico no llega a los hogares, y  están en el limbo las reformas prometidas por la muy plural y dividida oposición a las políticas nocivas que se gestaron durante la mayoría absoluta del PP.
    De vez en cuando, en la Historia, surge alguien con sentido de Estado. Hoy necesitaríamos gente así a ambos lados de esa trinchera cada día más honda, pero buscarla es una pérdida de tiempo. En su lugar abundan oportunistas que andan calculando en qué les beneficia ese conflicto, cuántas miserias y delitos se difuminan bajo la nube de esteladas al viento, qué oportunidades generará en escaños futuros, cuánto desgaste provocará en el adversario, qué consecuencias ocasionará en los cimientos del denominado Régimen del 78 que propició la que no dudan en tildar de vergonzante transición,  y al que muchos ya han condenado sin tomarse la molestia de proponer algo mejor al ciudadano.
     En realidad no es una cuestión política; es una cuestión de mercado, una oportunidad de negocio. Así ve el capitalismo desalmado los desastres naturales. Y, por lo que se ve, la visión política dominante se ha adaptado perfectamente a las exigencias del mercado. 

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