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martes, 8 de diciembre de 2015

El terror, tan útil

   Mantener un blog de opinión sobre la borrascosa actualidad es tarea ardua. Es también arriesgada, porque la actualidad está teñida de sinrazón, de violencia, de mentiras, de hipocresía y de manipulación sin disimulos. La actualidad nos desespera y nos agota en ocasiones. Hay demasiadas indignidades que te golpean en la conciencia de forma simultánea.
Y, sobre todo, la actualidad está teñida de desprecio a la inteligencia humana, porque quienes deciden sobre nuestras vidas con absoluto burla a cualquier código ético y a cualquier proyecto razonable de futuro, ganan por goleada en los medios de comunicación comprados o sometidos por el poder del dinero.
  Así que a veces sucede. Durante un tiempo prudencial te distancias de  algo que hacías por propia iniciativa, algo que nadie te estaba reclamando pero que se había convertido en un secreto compromiso, y te sientes liberado.  
Y cuanto más tiempo pasa sin atender ese secreto compromiso, mayor es el pudor que uno siente de volver a exponerse ante los ojos ajenos. 
Hay también en el silencio una queja inútil, como casi todas las quejas que enarbolamos desde el rincón de nuestra pretendida independencia moral; corre la especie de que nada que no quepa en un mensaje de twitter merece ser leído. 
Así nos va. 
Hay que simplificar el propio pensamiento hasta convertirlo en algo innecesario por carente de contenido, o en algo tan elaborado y agudo que solo un genio de la comunicación podría convertirlo en un pensamiento trascendente.
Yo no podría jamás. 
  Tengo la sensación creciente de que  en tiempos de comunicación masiva vivimos más aislados que nunca en medio de un ruidoso gallinero, donde todos hablamos y casi nadie escucha. 
A pesar de lo cual, hoy hablaré tan brevemente como pueda de esa yihad que nos cerca y que ha puesto patas arriba nuestro mundo.
Presiento que lo peor de la yihad no es la amenaza imprecisa que se ha colado en nuestras vidas seguras y alejadas desde hace muchos años de situaciones bélicas; lo peor de la yihad es la utilización que se está haciendo de ella. Porque la yihad que nos amenaza en el interior de nuestras propias fronteras servirá de justificación para inmoralidades inaceptables o como argumento definitivo para nuestra sumisión.
Explota el terror muy cerca de nosotros y el duelo se convierte en fiesta nacional, en ocasión extraordinaria para que se erijan en imprescindibles garantes de nuestra seguridad los mismos estados que han traicionado nuestras expectativas, los mismos que han potenciado o permitido el aumento de las desigualdades, la reducción de nuestros derechos, el empobrecimiento de los servicios públicos, la gestión indigna de nuestros impuestos, los mismos estados que favorecen y estimulan la evasión fiscal, los mismos que no saben si un día gozaremos de la pensión por la que hemos cotizado durante nuestra vida laboral porque han destinado esos fondos al rescate de bancos privados mal gestionados por sus irresponsables dirigentes que se jubilan con pensiones millonarias. 
Despliegan a sus hombres de uniforme y olvidamos el resto de indignidades cercados por el temor justificado, pero también estimulado desde el poder, porque el temor es un motivo poderoso. 
De paso, voces autorizadas, opiniones concienzudas de gente muy notable, titulares de cátedras prestigiosas, nos reclaman renunciar a una parte de nuestra libertad personal para garantizar nuestra supervivencia.
Las hay también que  desprestigian a quienes indagan en las causas de esta sinrazón temible. 
   Otras abogan por la respuesta bélica inmediata. Nada distrae más a un pueblo de sus propias miserias que un enemigo externo y una guerra.
Y he oído a ministros europeos hablar de que la civilización occidental se enfrenta a la barbarie. Afirmaciones de este tipo alimentan un maniqueísmo demencial. Cualquier musulmán, en estos tiempos de pensamiento simplista, corre el riesgo de ser considerado un salvaje peligroso y un terrorista potencial. 
Y sí, hay diferencias abismales. No le falta razón al ministro. La civilización occidental mata con drones dirigidos por pulcros funcionarios desde un despacho climatizado o con misiles lanzados desde sofisticados aviones de guerra; y lo que el ministro denomina la barbarie  mata mediante individuos dispuestos a inmolarse explosionando un macuto bomba en un  campo de fútbol. 
La diferencia entre civilización y barbarie debe estribar, sin duda, en los instrumentos que se emplean y  en el valor intrínseco que tiene la vida en cada trinchera.
Lo peor de este terror reciente es que resulta útil, que se alentó en su nacimiento, se alimenta y se tolera con intereses inconfesables. 
Y aquellos que han muerto, aquellos ante cuyas tumbas encendemos lámparas y dejamos flores son solo víctimas colaterales y necesarias, estimulo para nuestro sentimiento de pertenencia a la trinchera de los civilizados,  espuela imprescindible que hiere el ijar de nuestros miedos.
Ante el horror que nos produce tener doscientos muertos expuestos en las pantallas de televisión, nadie pregunta quién vendió las armas a los asesinos, o cómo se financian ante los ojos mismos de las agencias de seguridad más poderosas del planeta, esas agencias que leerán esta entrada de mi blog antes de que llegue a vuestras pantallas. 
  Yo no puedo evitar hacerme esa pregunta. Y esa sí cabría en un mensaje de Twitter.

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