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domingo, 21 de junio de 2015

El caparazón de una tortuga

            Creo que ayer se celebraba el día de la música en Europa. La Europa que comienza a descoserse necesita días así.
            Y en días así, yo recurro a mi biblia personal. ¿Qué nos cuenta sobre el origen de la música el mito griego? Apolo y Hermes están en los comienzos; ellos inventaron la música. Y Hermes, el habilidoso Hermes que lo mismo servía para un roto que para un descosido, inventó la lira tensando unas cuerdas sobre el caparazón vacío de una tortuga muerta. Luego, todo sería ir añadiendo hallazgos sobre aquel invento, hasta el complejo hydraulis, un órgano de tubos primigenio que utilizaba una mezcla de agua y viento para imitar el canto de los pájaros.
            Pero yo no creo ni en los dioses griegos que  son los dioses que llenan mi biblia personal con aventuras, excesos y caprichos.
            Nadie inventó la música. Venía ya dada con el mundo.
            Yo descubrí la música cuando aún no había escuchado tocar ni un instrumento. En mi infancia montaraz había un rumor armónico que me proporcionaba una alegría inconsciente que no puedo explicar, el del aire jugando con los árboles y el del agua que cantaba en los arroyos. Ese era el fondo sobre el que creaban los solistas sus melodías hermosas. En los primeros meses del invierno había otro fondo distante en la dehesa, como de conversación monótona, ruidosa y multitudinaria en los alrededores de un mercado, el de las grullas que acudían al amor de las bellotas.
            Los  solistas más virtuosos son los pájaros; y, en alguna estación, colaboran con empeño los insectos. Cada hora del día tiene sus solistas, pero la hora mágica es la anochecida.
            Ahora bien, para oír con nitidez ese concierto es preciso el silencio. Hace ya siglos que yo perdí el silencio, ese tesoro imprescindible para gozar de tus propias percepciones y de tu propio pensamiento.
            Por casualidad, como sucede siempre el encuentro del hombre con las leyes de la física, me di de cara con el eco un día cualquiera. Un barranco  donde el río Matachel, un río que carece de leyenda, se encajona por propia iniciativa en terrenos pizarrosos, me devolvió mi voz una mañana. Fue mágico. Luego yo frecuenté aquel sitio muchas veces y pasé horas jugando con el eco. Descubrí que el sonido, como la pelota blanca que era el regalo que me dejaban los magos cada año, volvía hacía mí si rebotaba en las paredes. Jugaba a sorprender al eco con sonidos extraños, inesperados, repentinos, con silencios prolongados para provocar su distracción. Pero era perspicaz y siempre respondía. A decir verdad, no siempre funcionó y hubo ocasiones en que me volví al cortijo defraudado porque aquel día mi compañero invisible de juegos no había acudido a la cita.
            Desde entonces me acompaña el convencimiento de que el primer instrumento musical que empleó un ser humano fue su propia voz y que la usó para imitar la partitura extraordinaria que la naturaleza le ofrecía.
            Ayer, día de la música en Europa, recibí también una de esas peticiones de apoyo a iniciativas diferentes que son tan frecuentes en la red. Esta pretende paralizar una disposición de la Junta de Andalucía que prohíbe tocar música en directo en bares y lugares no especialmente habilitados para ello.
            La he firmado.
            Seguramente la música en directo en lugares próximos a las viviendas generará incomodidades. Pero los políticos hábiles regulan la actividad humana para minimizar los inconvenientes de algunas iniciativas; los políticos que emprenden este noble oficio con vocación de servicio encuentran el modo de que intereses encontrados convivan en relativa paz; sin embargo, los políticos perezosos e insensibles prohíben, aunque afecten a la creatividad y, seguramente, al empleo en el caso de muchos grupos musicales pequeños que se dan a conocer y viven de actividades de este tipo; los perezosos emplean el poder de forma que siempre genera perdedores, generalmente aquellos cuyo voto importa escasamente. Así nos va. 
            Imaginad lo que habría sido de nosotros si a Hermes le hubieran prohibido manipular el caparazón de una tortuga muerta.
           


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