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jueves, 5 de marzo de 2015

Escandallo

        Escandallo. Si la tuviera, apostaría mi alma a que no habéis usado esta palabra en vuestra vida. Yo, sí. La usé y la escuché cientos de veces. Tengo por seguro que una buena parte del lenguaje, aunque perviva en el diccionario, morirá por desuso con mi generación, la que nació entre los escombros humeantes de la Segunda Guerra Mundial y se amamantó con leche materna empobrecida por las cartillas de racionamiento. Tampoco es que importe mucho, porque cada día nacen palabras nuevas en el taller de la creación humana.
            Dice el diccionario de la RAE que escandallo, entre otras acepciones, es la evaluación de la calidad de un conjunto mediante la evaluación de unas unidades escogidas más o menos al azar.
            En verano, en la dehesa extremeña donde aprendí a vivir, la tierra se agostaba y el alimento natural de los animales empezaba a escasear. Los animales más sensibles ante esa situación de carestía debían ser los cerdos, porque era el momento en que llegaban cargamentos de vezas, habas secas o maíz, destinado a los barreños de la zahúrda.
            Celoso de la rentabilidad de su inversión, el dueño solicitaba información periódica del peso de la piara. Y el procedimiento tradicional era el escandallo. Para evitarse el fatigoso trabajo de pesar  doscientos cerdos, los mayorales seleccionaban al azar  quince o veinte. Les marcaban los lomos con un brochazo de brea, y periódicamente se pesaban y se anotaba el peso de cada uno de ellos. Resultaba luego fácil calcular el rendimiento en arrobas de carne que estaba produciendo la inversión en grano.
            Si os parece que pesar quince o veinte cerdos no debía ser un trabajo complicado es que nunca habéis pesado un cerdo con romana, cinchado con sogas y suspendido en el aire. Tampoco imagináis a qué distancia pueden oírse en la dehesa las protestas de un cerdo al que se le rompe su rutina y se le priva de la seguridad de tener sus cuatro pezuñas sobre el suelo. He oído, sin embargo, música tecno más agresiva en alguna discoteca.
            La inversión debía ser rentable, porque el ritual del escandallo se repetía cada verano.
            Y hoy el término escandallo se me viene a la mente con frecuencia cuando leo o escucho el término IBEX 35. Resulta inevitable. El IBEX 35 está integrado por las empresas más rentables de las que cotizan en la Bolsa española. La selección no es azarosa, no depende la voluntad de los mayorales, sino del valor de sus acciones.  Sobre ellas se realiza cada día, cada hora, cada minuto, el escandallo incierto de nuestra economía. El gobierno, la banca, los inversores tienen siempre un ojo dedicado al pesaje de esos cerdos, los más rollizos de la pocilga.
            Ayer salió a la luz un informe de Intermon-Oxfam, la ONG más significada por su trayectoria en su lucha contra la pobreza y la injusticia en cualquier lugar del mundo. Según los datos que maneja, todas la empresas del IBEX 35, menos una, tienen filiales en paraísos fiscales para evadir impuestos. En 8000 millones de euros calcula esta ONG las pérdidas que los cerdos mejor alimentados de la pocilga patria ocasionan a la Hacienda Pública.
            Imaginaos que la piara de la dehesa de mi infancia decidiera por propia iniciativa huir a la dehesa del vecino la noche antes de que llegara el camión del matadero y decidieran dejar los beneficios en casa de quien no había invertido en engordarlos. Imaginaos que el dueño de la dehesa de al lado diera por buena la iniciativa de los cerdos y se embolsara las pesetas – la moneda de entonces- de la venta.
            ¿Podéis imaginar a esos dos hombres recios, herederos de los viejos caciques de la Restauración, propensos a ceñirse la canana con cartuchos de montería, terciar la escopeta sobre el arzón de la montura del caballo, y salirle al encuentro al enemigo, tomando manzanilla en el casino de los señoritos de forma civilizada, sin hacer siquiera mención a los cochinos…?
            Yo, no. Pero los tiempos han cambiado.
            Ahora, mientras las arrobas de los impuestos de nuestros cerdos mejor cebados se escabullen a Holanda y Luxemburgo donde pagan ridículas cantidades, los señoritos toman gin tonic  en la lujosa cafetería del Parlamento Europeo, o en los más exclusivos locales de alterne de Bruselas.  Y si algún desavisado llega preguntando por sus cerdos, lo pondrán de patitas en la calle. Esas son cuestiones que no plantean los verdaderos caballeros, procedimientos de gente bajuna y anclada en el pasado. Poco importan los cerdos si los dividendos los pagan las pensiones de los europeos más pobres, los salarios devaluados de los trabajadores más pobres, los servicios públicos esquilmados de los países periféricos, los niños hambrientos de media Europa.
            Y hemos de creer que, mientras los cerdos que engordó nuestra dehesa saqueada huyen a los corrales del vecino, las reformas, ese eufemismo odioso que esconde un atentado contra los cimientos del propio estado democrático, son la panacea de nuestros males.
            Estos cínicos que gobiernan Europa se han convertido en una amenaza para la propia Europa.
            Si os interesa, con un simple clic en cualquier buscador  podréis conocer de qué empresas se trata; incluso sin buscarlas acertaríais el nombre de casi todas ellas; estos cerdos, al contrario que los cerdos de mi infancia, tienen nombre.
            

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