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domingo, 22 de marzo de 2015

¿Políticos con sentido de Estado para qué?

    Hoy tocan elecciones en Andalucía para elegir el Parlamento regional y quienes realizan encuestas prospectivas afirman que los indecisos tienen la llave del futuro gobierno. No creo que esta campaña  haya aclarado las ideas a los indecisos. 
     Yo solo he odído descalificaciones y promesas que nadie cumplirá. 
     Todos los partidos parecen conocer bien los problemas que atenazan nuestro presente y amenazan nuestro futuro. Todos dicen saber qué necesita Andalucía para salir del pozo del paro, de la precariedad, de los retrasos ancestrales. Pero ninguno dice cómo nos sacará del hoyo.
     Los comprendo. Los partidos están llenos de figurantes y  vocingleros sin ideas; corifeos ruidosos que animan a los más fieles a acudir a las urnas para batir al enemigo; muñidores del cainismo; pirómanos momentáneos de esa gente, escasa, afiebrada y revanchista que aun late en la España profunda.  Los partidos no necesitan ideas hace ya tiempo, porque la gran política, la que afecta a nuestras vidas de verdad, se construye lejos, en lengua extraña. Así que la soberanía que hoy deleguemos será completamente inutil. El Liberalismo radical que domina Europa no siente curiosidad alguna por los resultados, ni por el color de ese gobierno en ciernes; le importa un bledo qué pactos surgirán, con qué discurso justificarán que mañana firmen aquello de lo que ayer abominaban. 
      El futuro, de momento, ya está escrito.
      He oído muchas veces que ya no quedan en España políticos con sentido de Estado. Y estoy de acuerdo. ¿Para qué los necesitamos? Los Estados  en sentido estricto ya no existen y cualquier habilidad desaparece cuando no se ejercita.
      Yo creo que hoy no votaré, porque quienes detentan el poder verdadero no concurren y porque dará casi lo mismo el resultado.
      Lo que ayer era la solución se ha convertido hoy en el problema verdadero. El problema verdadero son las políticas de Europa. Unos las aplican encantados y otros, quizá, a regañadientes. Pero en las urnas andaluzas no tenemos posibilidad alguna de cambiarlas.
      Y si al final acudo con mi voto en la mano, será para cerrar alguna puerta; para que los cómplices de la Europa inmoral que olvidó las políticas sociales en defensa de los intereses del dinero, no saquen partido de mi silencio desesperado y descreído.

jueves, 19 de marzo de 2015

Huesos

               Dejadlo descansar; dio cuanto tuvo, el retrato descarnado y amable de un país desquiciado que cabalgaba por la Mancha en un rocín que no gozó nunca de un pienso generoso.
            No hay nada que nos enseñen esos huesos, salvo que el interés remueve tumbas o atenta contra anfiteatros romanos convertidos en pistas deportivas.
             Alguien colocará una urna en el centro de una sala protegiendo unos huesos a los que han privado de su paz merecida y nos dirán que eso es cultura. Los bares de la zona y los oportunistas bendecirán tamaño esfuerzo.
            Mientras tanto hay un Cervantes vivo, harapiento y avergonzado, al que matamos cada día con nuestra incuria colectiva y con el desprecio de los planes de Estudio diseñados por la iniciativa empresarial y por las fundaciones de los grandes bancos. 
         Matamos su palabra viva y buscamos el imposible desagravio tratando de identificar su esqueleto descompuesto en un osario colectivo.
            Si cabalgara de nuevo D. Quijote, nos tendría ya enfilados con la punta de su lanza justiciera.
            Quizás deberíamos preguntarnos quién es el loco de esta historia


lunes, 9 de marzo de 2015

Un plan perfecto

      El  verano del 69 -veinte de julio de 1969 exactamente- es recordado por un acontecimiento histórico. La humanidad asistió entre admirada y temerosa al alunizaje de una nave tripulada por astronautas americanos. Yo lo recuerdo por razones distintas. Fue mi bautismo de fuego contra la crueldad inhumana de una dictadura y la constatación de que la actuación humana obra sus frutos.
            En el término de El Palmar de Troya, una pedanía de Utrera que logró notoriedad gracias a una virgen que se aparecía sobre un lentisco, no lejos del embalse Torre de Águila, existía un poblado casi prehistórico, por sus condiciones, habitado por no más de cuarenta familias represaliadas por la dictadura franquista. Eran descendientes de presos políticos obligados a trabajar en la construcción de aquel embalse. Supongo que serían soldados republicanos con escasa trayectoria política, porque de otra forma habrían sido pasados por las armas. Supongo también que, acabadas las obras, la dictadura les permitiría quedarse en el campamento, vetándoles su inclusión en las zonas urbanas próximas.
            Aquel asentamiento,-desconozco si hoy sigue existiendo, aunque merecía la pena convertirlo en museo de las miserias de aquella dictadura-, era conocido como El poblado del Pantano. Estaba conformado por cabañas de barro con el techo de centeno o juncos entrelazados; carecía de luz eléctrica, de cualquier forma de urbanismo, como agua corriente o cloacas, no había servicios médicos, ni escuela; tampoco muchos de sus habitantes figuraban en ningún registro, y la forma de matrimonio habitual era la de los hechos consumados: se simulaba un rapto y , cuando la pareja volvía a casa al cabo de varios días, las familias admitían que el matrimonio se habría consumado y la aldea volvía a su normalidad tras construir una cabaña a los dos fugitivos retornados.
            Yo tuve noticias de aquel sitio olvidado y sin escuela por dos curas de los que entonces el régimen llamaba curas comunistas. Me explicaron las razones del aislamiento. Me propusieron llanamente dedicar mis vacaciones de verano a la alfabetización de aquella gente. A mí y a algunos más. Y aceptamos.  Cáritas nos ponía un plato de comida sobre la mesa y lo demás era cosa nuestra. Cosas de adolescentes que esperaban un país más razonable en cuanto la democracia nos protegiera con sus alas desplegadas y amorosas. Mientras había que ir preparándolo para aquel día glorioso, paliar los daños con el esfuerzo y el compromiso personal. Fueron dos veranos de aprendizaje mutuo. Fui feliz de una forma inexplicable porque veía a aquella gente de todas las edades acudir a nuestras clases permanentes,-diez o doce horas diarias para facilitar la asistencia a quienes trabajaban en la recolección o en las eras de la zona-, a cualquier hora, cualquier día de la semana. Los vi felices y agradecidos por la oportunidad de aprender cosas que desconocían. Y los vi progresar. Y nos respetaban porque nos cedían de forma generosa la choza más amplia del poblado.
            Dábamos clases en un granero con el techo de uralita, plagado de nidos de golondrinas ruidosas que sacaban adelante sus polladas y nos cagaban los cuadernos de escritura; acosados por las avispas que fabricaban sus panales a no mucha distancia, y visitados con frecuencia por gallinas oportunistas que aprovechaban que el granero les ofrecía sus puertas abiertas. De alguna parte nos trajeron una pizarra destartalada y valoramos su presencia como se valora un tesoro. No vi nunca allí un solo libro que aprovechar, pero la pizarra y los cuadernos paliaban aquella desconexión con el conocimiento humano.
            Aun no sabíamos que un día tendríamos conexión inmediata con el resto del mundo en una pantalla táctil. Ni siquiera sabíamos entonces que éramos continuadores de las misiones pedagógicas con las que la Segunda República comprometía a los intelectuales de su época en la alfabetización del país. De haberlo sabido, me habría inundado un arrebato de soberbia, pecado frecuente en la primera juventud.
            Media España anda hoy a la greña con la reforma universitaria del PP. Y con razón. Pero hubo tiempos peores para la Universidad española y no hace tanto de eso.
            Y, mucho peores, si nos asomamos a los rescoldos históricos del absolutismo español. En 1830, Fernando VII cerró sine die las universidades españolas porque, a pesar de las drásticas disposiciones  para ejercer un rígido control ideológico sobre ellas, objetivo primordial del denominado Plan Calomarde, el Wert de la época, desconfiaba de la cultura porque es el caldo de cultivo de la libertad. Isabel II las reabrió cuando la guerra sucesoria obligó a la corona a rehabilitar políticamente al tibio liberalismo español.
            Y hablando, por hablar, de asuntos que atañen a mi oficio, este oficio prometeico que suele estar bajo sospecha casi siempre, me parece que libra una batalla duradera, subterránea y feroz, en la que enemigos ancestrales, más poderosos cada día, intentan imponernos sus duras condiciones.
            Se nos echa a las fieras con frecuencia, porque el sistema educativo español es una rémora para la competitividad que los tiempos nos exigen.
            Todos los que aspiran a controlar el mundo nos subrayan sus indudables prioridades y nos descalifican porque  no asumimos sin  resistencia sus propuestas interesadas y viciadas. Cada uno de esos intereses poderosos aspira a que le fabriquemos un ser humano a su medida, como si eso fuera no ya aceptable, sino posible. Simples y obcecados, conciben el ser humano como un puro instrumento de sus propios intereses. Desconocen la complejidad humana, el duro tejido que se ha ido desarrollando a lo largo de los siglos en la conciencia humana, hecho de células de conciencia individual , de resistencia  a cada dictadura, enmascarada o manifiesta, de libertad y de valores indelebles, aunque a veces parezcan hibernados. 
            Otros aspiran a cosas más prosaicas, como que asumamos definitivamente que hoy no es posible enseñar sin cachivaches electrónicos que habrán de suplantar la memoria humana, como poco. He recibido un insultante tríptico que me anima a inscribirme en unas jornadas de capacitación profesional docente. Aprenderé en esas interesantes exposiciones que con el dominio de las tabletas, móviles y  artilugios similares y de sus aplicaciones ya es posible “aprender sin pensar”.
            Ahí les duele. Que la gente piense resulta una costumbre sospechosa.
            Y antes o después lograrán que muchos de nosotros nos convirtamos en involuntarios promotores de sus intereses comerciales. La campaña es feroz. Desde todos los rincones nos bombardean y bombardean a la sociedad, que pronto comenzará a solicitar de los Centros escolares el uso indiscriminado del teléfono móvil en las clases para que los escolares tengan libre acceso a los contenidos de internet, la memoria común y colectiva. Así, pobres míos, no tendrán que aprender las tablas de multiplicar, pongo por caso.
            No soy enemigo de las nuevas tecnologías; promuevo su uso entre el alumnado; las uso con ellos; son un instrumento extraordinario que facilita y enriquece el proceso de aprendizaje.
            Pero son solo eso, un instrumento.
            Y distingo lo que el capitalismo envolvente ya ha olvidado. Entre mis alumnos los  hay excluidos de tres comidas diarias, excluidos de una vivienda digna, excluidos de un teléfono móvil, de una tableta, de un ordenador personal y de internet. Pero mientras yo pueda no quedarán  excluidos de mis palabras, de mis humildes explicaciones en el encerado, del humilde material adaptado que elaboro para ellos. Yo no ampliaré la brecha de las desigualdades humanas de forma voluntaria y consciente. Allá y se les reviente la garganta descalificando mi actuación.
            Seguramente, este oficio denostado y temible que han intentado tantas veces someter a sus dictados, comenzó con un ser humano enseñando a otro ser humano habilidades para cazar un ciervo con dibujos sobre una pared de roca y a la luz de una hoguera. Y a pesar de aquello, no hemos dejado de progresar. La educación agradece la riqueza de medios e instrumentos, pero nunca ha dependido exclusivamente de ellos.  Tendrán que admitirlo alguna vez.
            Y un instrumento no puede aspirar a convertirse en el centro del sistema, en la estrella invitada, en el marcador de la excelencia. Pero eso quieren en el colmo de la osadía publicitaria quienes aspiran a multiplicar sus beneficios. No predican sus virtudes. Descalifican ferozmente a quienes no se han convertido en sus promotores en las aulas, profesores del siglo XIX, que aun andan anclados en la memorización de los reyes godos, según cuentan.  No sé desde cuándo no entran en un aula muchos de esos predicadores que me insultan sin conocerme
            Se percibe su presencia en la publicidad a doble página de los periódicos, en los artículos pagados de opinión revestidos de autoridad indiscutible, en las campañas desaforadas de actualización profesional que nos llegan a los centros.
            Ponga en su vida un cachivache y sus alumnos aprenderán sin necesidad de pensar.
            Y cuando todos estemos conectados, serán sus aplicaciones gratuitas las que dictarán sin demasiados impedimentos qué deben aprender, qué deben pensar, qué deben considerar inevitable, qué deben creer, qué deben respetar. Todos seremos un cerebro colectivo y dependiente conectado al cerebro que gobierna.Controlando el servidor central,el mundo será de quien diseñó este plan tan bien urdido. Conductismo avanzado. Un plan perfecto.

             

jueves, 5 de marzo de 2015

Escandallo

        Escandallo. Si la tuviera, apostaría mi alma a que no habéis usado esta palabra en vuestra vida. Yo, sí. La usé y la escuché cientos de veces. Tengo por seguro que una buena parte del lenguaje, aunque perviva en el diccionario, morirá por desuso con mi generación, la que nació entre los escombros humeantes de la Segunda Guerra Mundial y se amamantó con leche materna empobrecida por las cartillas de racionamiento. Tampoco es que importe mucho, porque cada día nacen palabras nuevas en el taller de la creación humana.
            Dice el diccionario de la RAE que escandallo, entre otras acepciones, es la evaluación de la calidad de un conjunto mediante la evaluación de unas unidades escogidas más o menos al azar.
            En verano, en la dehesa extremeña donde aprendí a vivir, la tierra se agostaba y el alimento natural de los animales empezaba a escasear. Los animales más sensibles ante esa situación de carestía debían ser los cerdos, porque era el momento en que llegaban cargamentos de vezas, habas secas o maíz, destinado a los barreños de la zahúrda.
            Celoso de la rentabilidad de su inversión, el dueño solicitaba información periódica del peso de la piara. Y el procedimiento tradicional era el escandallo. Para evitarse el fatigoso trabajo de pesar  doscientos cerdos, los mayorales seleccionaban al azar  quince o veinte. Les marcaban los lomos con un brochazo de brea, y periódicamente se pesaban y se anotaba el peso de cada uno de ellos. Resultaba luego fácil calcular el rendimiento en arrobas de carne que estaba produciendo la inversión en grano.
            Si os parece que pesar quince o veinte cerdos no debía ser un trabajo complicado es que nunca habéis pesado un cerdo con romana, cinchado con sogas y suspendido en el aire. Tampoco imagináis a qué distancia pueden oírse en la dehesa las protestas de un cerdo al que se le rompe su rutina y se le priva de la seguridad de tener sus cuatro pezuñas sobre el suelo. He oído, sin embargo, música tecno más agresiva en alguna discoteca.
            La inversión debía ser rentable, porque el ritual del escandallo se repetía cada verano.
            Y hoy el término escandallo se me viene a la mente con frecuencia cuando leo o escucho el término IBEX 35. Resulta inevitable. El IBEX 35 está integrado por las empresas más rentables de las que cotizan en la Bolsa española. La selección no es azarosa, no depende la voluntad de los mayorales, sino del valor de sus acciones.  Sobre ellas se realiza cada día, cada hora, cada minuto, el escandallo incierto de nuestra economía. El gobierno, la banca, los inversores tienen siempre un ojo dedicado al pesaje de esos cerdos, los más rollizos de la pocilga.
            Ayer salió a la luz un informe de Intermon-Oxfam, la ONG más significada por su trayectoria en su lucha contra la pobreza y la injusticia en cualquier lugar del mundo. Según los datos que maneja, todas la empresas del IBEX 35, menos una, tienen filiales en paraísos fiscales para evadir impuestos. En 8000 millones de euros calcula esta ONG las pérdidas que los cerdos mejor alimentados de la pocilga patria ocasionan a la Hacienda Pública.
            Imaginaos que la piara de la dehesa de mi infancia decidiera por propia iniciativa huir a la dehesa del vecino la noche antes de que llegara el camión del matadero y decidieran dejar los beneficios en casa de quien no había invertido en engordarlos. Imaginaos que el dueño de la dehesa de al lado diera por buena la iniciativa de los cerdos y se embolsara las pesetas – la moneda de entonces- de la venta.
            ¿Podéis imaginar a esos dos hombres recios, herederos de los viejos caciques de la Restauración, propensos a ceñirse la canana con cartuchos de montería, terciar la escopeta sobre el arzón de la montura del caballo, y salirle al encuentro al enemigo, tomando manzanilla en el casino de los señoritos de forma civilizada, sin hacer siquiera mención a los cochinos…?
            Yo, no. Pero los tiempos han cambiado.
            Ahora, mientras las arrobas de los impuestos de nuestros cerdos mejor cebados se escabullen a Holanda y Luxemburgo donde pagan ridículas cantidades, los señoritos toman gin tonic  en la lujosa cafetería del Parlamento Europeo, o en los más exclusivos locales de alterne de Bruselas.  Y si algún desavisado llega preguntando por sus cerdos, lo pondrán de patitas en la calle. Esas son cuestiones que no plantean los verdaderos caballeros, procedimientos de gente bajuna y anclada en el pasado. Poco importan los cerdos si los dividendos los pagan las pensiones de los europeos más pobres, los salarios devaluados de los trabajadores más pobres, los servicios públicos esquilmados de los países periféricos, los niños hambrientos de media Europa.
            Y hemos de creer que, mientras los cerdos que engordó nuestra dehesa saqueada huyen a los corrales del vecino, las reformas, ese eufemismo odioso que esconde un atentado contra los cimientos del propio estado democrático, son la panacea de nuestros males.
            Estos cínicos que gobiernan Europa se han convertido en una amenaza para la propia Europa.
            Si os interesa, con un simple clic en cualquier buscador  podréis conocer de qué empresas se trata; incluso sin buscarlas acertaríais el nombre de casi todas ellas; estos cerdos, al contrario que los cerdos de mi infancia, tienen nombre.