He
leído recientemente unas declaraciones de la presidenta de la Cámara Baja
italiana, Laura Boldrini, en las que afirma que no comparte la opinión de
quienes consideran que la política económica europea no es la solución de la
crisis sino la causa directa del empobrecimiento de grandes masas de población
en la Unión Europea. Dice la diputada Laura Boldrini que Europa no es el
problema, sino la solución.
Lo único que comparto con ella es
que ya no hay solución sin Europa, pero de ahí a que la Europa actual me genere
esperanzas media un abismo profundísimo y tan ancho que, desde mi posición, no
percibo el otro borde.
Europa
debió asumir hace ya tiempo la obligación moral de humanizar la globalización.
Pero no lo ha hecho. Lejos de defender su modelo de organización social y su
sistema democrático, se ha entregado al capital deshumanizado y ha permitido
que la invadan las reglas desalmadas que
permiten el enriquecimiento de unos sobre el hambre de otros, la explotación
inhumana del necesitado por parte del poderoso. Hoy, incluso la democracia
corre serios riesgos en algunas zonas del continente. Y la paz empieza a ser escasamente
estable en las fronteras.
Al final, será una guerra de pobres
contras pobres.
Puesto que acumulo noticias ingratas
sobre la conciencia dolorida, la señora Laura Boldrini sabrá perdonarme que no
comparta su convencimiento.
La Unión Europea entre otras muchas
consideraciones se concibió, y así está recogido en la Constitución Europea y
en diversos Tratados, como un espacio para la libre circulación del capital,
las mercancías y las personas.
Que el capital tiene vía libre es
evidente; tiene además autopistas abiertas hacia refugios seguros donde evita
la engorrosa obligación de tributar. Que las mercancías tienen vía libre es
evidente porque el gran mantra con el que intentan endulzar las políticas del
empobrecimiento y la competitividad es la exportación. Todos queremos exportar,
como si el mercado interior no fuera el motor esencial de cualquier economía
saludable.
Cosa distinta resultan ahora las
personas. Llevamos meses contemplando en toda Europa un endurecimiento con
respecto a la libre circulación de las personas. Ya no se limita solamente el
acceso a territorio europeo a inmigrantes extranjeros no comunitarios; las
normas afectan ya a los inmigrantes comunitarios. Alemania, la que figurará en
los libros de Historia dentro de poco como la cuna de los errores que
frustraron la Europa Comunitaria, pretende cambiar ahora la naturaleza de la
ciudadanía europea; o al menos, los derechos derivados de sustentarla. En
breve, Alemania expulsará de su territorio a los ciudadanos europeos que durante seis meses no hayan gozado
de un empleo.
El grado de indefensión al que esa disposición someterá a cualquier inmigrante comunitario que busque empleo en su territorio
será terrible. Muchos europeos procedentes de países empobrecidos aceptarán
cualquier forma de explotación laboral imaginable antes de ser expulsados del país.
Los oportunistas que hacen fortuna con la miseria humana se frotan las manos.
Más de treinta millones de europeos
carecen de empleo y de esperanzas de encontrarlo. De pronto se han convertido
en los nuevos apestados. Nadie los quiere ver atravesando sus fronteras. Son
los culpables del desastre económico al que las erróneas políticas impuestas
por la señora Merkel y su capitalismo financiero nos han arrastrado. Ya tenemos
culpables, solo hay que orientar la cólera de los desesperados en esa
dirección.
Para ser justos, no es solo Alemania
la defensora de esa interpretación sesgada de la nacionalidad europea. Amanecer
Dorado, el partido de los nazis griegos, lleva años ejerciendo violencia contra los
inmigrantes y eso les ha hecho subir en el número de escaños en su Parlamento;
la extrema derecha Húngara que gobierna en ese país ha puesto, otra vez, el
punto de mira en la población judía; el control de fronteras para inmigrantes
europeos ya lo propuso este verano pasado Luxemburgo, ese refugio maloliente
del capitalismo destructivo; en Francia,
las últimas elecciones europeas las ha ganado el Frente Nacional, la extrema
derecha xenófoba y antieuropea, cuyo inhumano y desnaturalizado fundador afirmó este verano en una comparecencia que el ébola solucionará el problema de la inmigración africana porque acabará con toda la población de ese continente sin futuro; no hace muchas semanas Cameron, el primer
ministro del Reino Unido, intentó frenar el ascenso del partido xenófobo que
ganó las elecciones europeas en su país adoptando propuestas semejantes.
Y en toda Europa, de forma
creciente, casi sin levantar alarmas entre los ciudadanos con conciencia, el
discurso xenófobo va cobrando cuerpo, haciendo mella en la población empobrecida que
teme por su futuro y se confunde de enemigo.
En Roma y en Milán, este fin de
semana último, los pobres italianos que carecen de empleo se han enfrentado de
forma violenta con los pobres inmigrantes. Se disputaban casas vacías o migajas
de ayudas públicas en algún comedor de caridad. Se equivocaban de enemigo, pero
ellos parecen no saberlo.
Al final, será una guerra de pobre
contra pobres, disputándose las cadenas que los convierten en esclavos como si fueran un tesoro.
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