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domingo, 15 de junio de 2014

El enfermo de España

           “Rara temporum felicítate, ubi sentire quae velis et quae sentías dicere licet…”
            “ …Rara felicidad la de los tiempos en que se puede pensar lo que se quiera y se puede decir lo que se siente…”
           Tácito (historiador romano del siglo I de nuestra era)
            HISTORIAS ,I,1-6

            Me gusta Tácito. Es un historiador reflexivo, que ahonda en las razones de los hechos y separa la hojarasca publicitaria de los mensajes institucionales, llenos de buenas intenciones aparentes, de las verdaderas intenciones de los protagonistas destacados de la historia. Tras el proclamado amor a la patria, tras las promesas de entrega a la defensa de los intereses de los ciudadanos,  hay siempre un desmedido afán de poder. Nada ha cambiado desde entonces. No hay sistema político que no degenere en instrumento de la oligarquía que consiguió el poder. Tácito, no obstante, nunca supo, o nunca quiso, definirse políticamente. No se decanta claramente entre la antigua concepción política romana, la República, basada en el gobierno de la oligarquía senatorial, o la aportación política del Helenismo,- todo se genera en Grecia-, un estado regido por un monarca dotado de poderes excepcionales, un consanguíneo de los dioses, si es preciso. Aunque es posible que no se pronunciase claramente por razones de seguridad, para no incomodar al emperador de turno y arriesgarse a consecuencias temibles. Se intuye, no obstante, en sus escritos que desconfía de un régimen político que se asienta en la voluntad omnipotente de una sola persona, y en cuyas decisiones tendrá la arbitrariedad una indudable importancia.
            Pero aquel debate en la conciencia de Tácito, que sería también el debate de los tabernáculos políticos de la época, no es el debate de hoy. Desde la Revolución de Cromwell que, tras una larga guerra civil, instauró la monarquía parlamentaria en Inglaterra, a las monarquías europeas solo les quedó una alternativa: o adaptarse a la creciente demanda de soberanía de los ciudadanos europeos, o desaparecer. Fue un proceso largo y sangriento. Pero hoy, ninguna monarquía europea guarda para sí ni un ápice de soberanía, de poder verdadero, salvo por aspectos formales de privilegios que establecerán las Constituciones en cada caso y que no serán muy diferentes de los establecidos para cualquier presidente de una República.
            A mí no me incomoda la monarquía noruega, por ejemplo; de hecho, ni tengo referencias de esa gente, porque son pobladores de las revistas del corazón que no están entre mis lecturas preferidas. Sí me incomodan las monarquías del Golfo, porque esas mantienen la soberanía plena y la ejercen de forma corrupta y corruptora, mientras financian guerras civiles entre los pueblos vecinos, u organizaciones terroristas para enfocar el desencanto y la frustración de sus pueblos hacia enemigos exteriores. Su formación es occidental, pero mantienen subyugadas, ocultas, oscurecidas, invisibles, a sus mujeres porque eso conviene a su concepción deforme de la historia,  y del género humano. Incluso su paraíso  es un paraíso concebido para el placer del macho.
            Me incomodan, también, y me repugnan algunas Repúblicas notables. Conozco una República Alemana que está destruyendo el futuro de la Unión Europea con sus políticas económicas, favorables a los intereses de sus inversores y dañinas para una buena parte de los ciudadanos europeos y para la propia idea de Europa y su necesidad de cohesión interna. Conozco también una República presidencialista en América del Norte, cuyo presidente tiene como una de las primeras obligaciones de la agenda cotidiana  decidir a qué enemigos asesinan ese día los drones de la CIA; ese mismo presidente no tiene inconveniente en reconocer que sus agencias de seguridad no respetan el derecho a la privacidad de las personas. Esa invasión de la vida privada es aceptable para ese democrático pueblo defensor habitual de las libertades, que sin embargo comparte la idea de que una medicina pública patrocinada por el Estado es una contaminación socialista  de su ejemplar organización política y social, en la que la única  libertad verdadera anida en Wall Street.
            Indagando en la Historia del siglo XX, la República de Weimar generó un monstruo y la Monarquía democráticamente aceptada en Italia, la Casa de Saboya, asistió a la gestación del fascismo europeo. Hitler y Mussolini son la prueba de que la forma de Estado no vacuna contra la generación de monstruos por sí misma. Tampoco aporta soluciones  a los males acuciantes de los pueblos, la desigualdad, el empobrecimiento, la preeminencia de los intereses  económicos sobre los derechos humanos soberbiamente proclamados en la letra impresa de las Constituciones.
             Espero que la cita  que encabeza esta entrada aun tenga vigencia. Quiero decir que yo no soy monárquico. Pero tampoco soy republicano. Estoy desubicado. Soy un hombre perdido en un vacío político; un hombre condenado a la exclusión. Soy  demócrata. No veo la necesidad de establecer esa envoltura conceptual para un Estado. Ambas instituciones son inútiles en mi opinión; por tanto ese debate no me motiva lo más mínimo.
            Dicho lo cual, acepto el derecho a reclamar ese debate por parte de aquellos que lo estimen oportuno. Digo más, si yo fuera Felipe de Borbón y Grecia, en mi discurso de coronación establecería una fecha para ese referéndum, por decisión propia. Si lo pierde, no quedará en el paro. Tendrá una buena vida, mucho mejor que cualquiera de los seis millones de parados que no esperan de su futuro ni una buena noticia, por desgracia. Y habrá ganado lo que casi ninguno de sus predecesores, un sitio digno en la historia de este pueblo. Y si lo gana, también habrá ganado su propia legitimidad, un tesoro en los tiempos que corren. Yo no tendría la menor duda. No tiene un instrumento más poderoso hoy que esa propuesta para ganarse el respeto de la gente.
            Pero reconocedme que ese debate es un debate interesado. No es la prioridad de los desahuciados, de los parados de larga duración, de las personas dependientes que aguardan inútilmente que les llegue la ayuda del Estado, de los niños que dependen del mantenimiento de los comedores escolares para poder comer este verano.
      En realidad, no es la prioridad de casi nadie, si hacemos excepción de quienes esperan que lo que queda del PSOE, el enfermo de España, se descomponga definitivamente, desangrado en las luchas entre su alma republicana y su compromiso de respetar los pactos Constitucionales. Hay un capital de votos danzando  en el vacío. La gravedad los hará aterrizar en el cesto de quienes animan hoy un debate que podría esperar tiempos más oportunos, cuando hayamos afrontado con mejor tino que hasta ahora asuntos de vida o muerte, el paro, la desigualdad, la sanidad, la educación, la investigación,  el medio ambiente y los derechos saqueados.
            Y si alguien no entiende mi propuesta, puede que mi concepción del Estado, basada en las garantías de los derechos ciudadanos como la verdadera prioridad, sea una concepción aprendida en los clásicos, gente inútil, sin vigencia, prescindible. Pero es que no puedo despreciar la Historia. No hay mejor maestra. Para mi, al menos. Es lo que tiene el humanismo, que nos limita mucho las prioridades.

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